Yachaq grafiti

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lunes, 8 de julio de 2019

Relatos místicos



LA CONSTELACIÓN


   El fugitivo no se detuvo hasta estar seguro de que nadie lo perseguía. Su resuello, antes que su veloz carrera, espantaba a las iguanas y los chilalos recién despiertos. La campiña lentamente se desperezaba. Atrás quedó el centro ceremonial hecho de adobe, así como la tensa espera, la noche en zozobra. Los otros cuatro cautivos, a esta hora, ya serían alimento para los zopilotes.

    La pirámide trunca, bajo el amparo de la deidad luminiscente, se podía divisar a la legua. Los prisioneros permanecen en la habitación frente al altar de los grandes sacrificios. Murales de pulpos con cabeza de serpiente y cangrejos terroríficos hacían más siniestro el cautiverio. El cactus sagrado y la incardinada sincronía del ritual elevarían a la sacerdotisa hacia el mar de arriba. Los dioses estelares harían su aparición finalmente, tal como estaba vaticinado en el rito inmemorial. El reino recuperaría su antiguo esplendor, deslucido por años de mala siembra e inundaciones.

   La mañana anterior al ataque los ancianos de la aldea se habían reunido para discutir sobre las técnicas de cultivo. Las mujeres se dedicaban a sus labores de tejido textil. Los niños correteaban libremente cerca del bosque de algarrobos. De vez en cuando, un jañape[1] se les atravesaba en sus carreras. Ella había llegado, junto con sus abuelos, procedente del poblado contiguo, de hábiles artesanos, a intercambiar productos hechos de paja  y carrizo. Tuve suerte de encontrarla en el cobertizo, al lado del corral colectivo de codornices y patos, donde se hacía el trueque. Yo había desobedecido a mi madre, que me había ordenado traer agua de la acequia y recolectar guayabas. Cuando sus abuelos hacían la transacción con un aldeano, ella se acercó a mí pausadamente. Extrajo rápidamente de su pequeño morral una pulsera tejida a mano y me la extendió. Sus ojos se iluminaron como dos estrellas fugaces. Luego, regresó al lado de sus abuelos. Yo retorné a cumplir el encargo de mi madre.

   Encerrado con los otros, pensaba que jamás la volvería a ver tal como la recordaba. Transcurrieron varios minutos y, al final, solo quedé yo con otro muchacho casi de mi edad. Presionaba con ansiedad la pulsera de color fucsia que ella me había obsequiado. Recordé súbitamente que de su bolsa se había asomado la cabeza de un diminuto pacazo[2]. ¿Cuál de los dos sería el primero en ser conducido al ara? Decidí que no iba a estar dispuesto a seguir extendiendo la lenta agonía. Al otro muchacho parecía no importarle. Estaba absorto en sus cavilaciones. Cuando entró el celador, me incorporé automáticamente y le indiqué enfáticamente con la cabeza que me sacara. Al dejar la habitación, me sentí aliviado y alcé distraídamente la vista hacia Orión, al punto más luminoso. De esa dirección, surgió una luz intermitente, la cual no correspondía a ninguna de las habituales inquilinas. Nadie más se había percatado de ello. La luz se aproximaba inquietantemente y en el templo empezaba a encaramarse una vívida agitación. La sacerdotisa empezó a invocar al dios de la montaña. Ya nadie me prestaba atención y la luz ahora se había convertido en un objeto tornasolado, con luces parpadeantes, como una balsa de totora fosforescente. Fue cuando avizoré que no iba a ser inmolado. Tenía primero que escabullirme del celador, bajar la rampa y atravesar rápidamente el patio central hasta llegar a la entrada. Ya pensaría lo que haría con el guardián del templo. El ambiente estaba conturbado por completo y yo miraba mis pies descalzos. Se escuchó un zumbido, que se fue haciendo cada vez más intenso, seguido de un gran estruendo. El resplandor ocurrió casi simultáneamente y el desconcierto reinó. El celador, aterrorizado, se había ovillado. Los guerreros que cuidaban a la sacerdotisa se habían retraído, desencajados. Fue el momento oportuno para huir. Cuando escapaba, me vinieron a la memoria los largos paseos por la playa, cuya arena mojada acariciaba mis pies descalzos. Mi abuelo me solía llevar desde los cuatro años para corregir la anomalía en mis pies. Cuando atravesé precipitadamente el portal sin resguardo, me vino a la mente su rostro sonriente. Era el mismo que tenía en mi sueño de hace dos noches. El viejo estaba en la playa y acababa de pescar un pez raya. Lucía radiante y me decía “encontrarás el camino”. Luego, me señalaba el mar de arriba con dirección a Orión. Yo iba a preservar a toda costa la tradición de mi pueblo. La copa del ritual no sería llenada esta vez y con los sobrevivientes del feroz ataque trazaríamos una nueva historia, muy lejos del bosque de algarrobos.
                                                             
                                                                                  
Márlet Ríos






[1]Lagartija pequeña de color plomizo.
[2] Reptil totalmente verdoso, parecido a la iguana.







TRISTE DESENLACE ANUNCIADO

Emociones encontradas brotaron de mi corazón al recordarla, recordar su desprecio, dicho así, tal cual.

No, no estaba listo, no por la edad sino porque mi enorme sensibilidad en cuanto a este tipo de emociones, llámese así al amor no correspondido, me hacían una indefensa víctima ante la desazón, el daño casi mortal, que lleva el saberse un mequetrefe, una persona insignificante para la  mujer que por una corazonada, un cúmulo de señales diversas, se pensó era la única, y no por un breve espacio de tiempo, sino por mucho, infinitos años, pues para serles sincero quería decirles que esto ya estaba superado.  Puro engaño, autoengaño y demás postres.  Seguía, y aún después de relatarles el último capítulo de este melodrama, aunque ya más parece una tragedia griega, aunque por momentos les parezca a algunos una ridiculez, una estúpida malinterpretación de lo que es realmente el amor, yo me lo explico como una suerte de, ya no sensibilidad, sino hipersensibilidad, así de enorme, la cual viene siendo, y es, motivo de que mi vida se haya ido en caída libre.  Todo por un sueño, de opio, según los entendidos, a los cuales solo puedo decirles que se vayan muy lejos, pues, cada uno es un rompecabezas tan difícil de armar, en orden de catalogar, y yo, creo, soy un rompecabezas al cual le faltan piezas fundamentales, que aquella vampiresa hurtó de las profundidades de mi inocente, ella también inocente pero congénitamente una devoradora de hombres, quienes para muchos son seres fuertes, casi superhombres, pero esto es solo superficial, una máscara,  pues hurgando bien se llega a la única verdad que explica el asunto, y es que estos guerreros se postran desarmados ante el altar de la diosa a quien le rinden pleitesía y es difícil realmente explicar por qué, pero es así de simple, los de esta estirpe se dejan vapulear, casi destrozar por el amor.

Luego de muchos años de autoexilio por tres países distintos, de haber pasado de estudiante pobre, a proletario, a empleado, a casi mendigo, a parrandero bohemio por despecho, adicto a distintas sustancias, pues volvía a Lima, no derrotado como muchos pensaban por el pequeño detalle de no tener ni para el taxi que me llevase a la casa de mis abuelos (mis únicos parientes cercanos que quedaban en mi ciudad que pudieran darme alojamiento), y no tener por más pertenencias que una pequeña maleta con ropa vieja y cuatro cuadernos con poemas y cuentos, que había yendo componiendo y relatando durante mi travesía en ultramares.  No, no era un buen creador, ni de poemas ni de cuentos, pero poco me importaba lo que algunos de los llamados entendidos en el asunto opinaban de mi creación literaria; el redactar, el releer mis escritos, junto a cierto tipo de música y el café y los cigarrillos, fueron mis más grandes compañeros durante mis años más solitarios en el extranjero.  No, no tuve ni tengo amigos ya, solo limosnas de afecto de familiares cercanos, pues fui prescindiendo de vínculos amicales por tedio, por incomprensión, para luego, y así de claro lo digo, por sentirme nulamente comprendido por los que buenamente trataron de acercarse a este ser defectuoso, uno de los accidentes más lacrimosamente parecido a película trágica hindú.

Y así, nadie fue a recibirme al aeropuerto el día de mi llegada, algo tan triste como que nadie te despidiese en tu partida (cosa que me sucedió), a pesar de que al dejar la última ciudad en la que me encontraba, en Europa, nevaba, y, para remate, el primer tramo de mi viaje lo hice en tren, desde una estación tipo película en blanco y negro, donde solo faltaron lágrimas de un ser querido, o como un restaurante vacío a la hora de la comida.

Tenía, por indicación de mis padres, que tomar un taxi, que mi abuelo pagaría a mi llegada a su casa, y tenía que buscar qué haría en mi ciudad, nada de vagancias, fue la advertencia principal de mis progenitores, a trabajar o a trabajar, no querían oír que, nuevamente, había encontrado mi vocación y que quería estudiar Astrofísica o Historia del Arte, nada, por las puras, ya estaban más que cansados de salvarme el pellejo cada vez que quedaba casi en la calle por mi inestabilidad, por mi ser voluble, impredecible, que tantas veces rogara porque le lanzaran el salvavidas que lo salve del naufragio, del zozobrante futuro que ya casi era lo único que se veía venir.

Pero esta vez sí había motivo para el cambio geográfico, y fue debido a casi una epifanía que tuve, luego de que en la última ciudad europea donde residí, antes de tomar la decisión de volver a mi patria, una gitana, una noche de luna llena, exactamente hacía dos meses atrás, el día diez de diciembre del año anterior a mi regreso, por los alrededores de la catedral de dicha ciudad, me leyera la mano, pensé que solo por lástima, ya que andaba borracho y más pelado que cualquier indigente con algo de dignidad, buscando colillas en el suelo, hambriento, con frío, en esa despejada y gélida noche invernal.

La gitana al ver, quizás tuviera también ese don, que mi alma borracha de vino barato era más triste que cualquiera y cada uno de los árboles de Navidad muertos, luego de haber sido utilizados con fines de diversión y consumismo, malinterpretando su real significado, del mundo.  Y esto describe casi con exactitud lo que era yo, un ser utilizado por otro, por tenerme de souvenir, como un trofeo de caza, un animal fantástico cuya cabeza no servía ni como objeto ornamental.

Luego de que dicha gitana, brevemente, me dijera, antes de tomar mi mano, que en mis ojos se veía mucho dolor, un alma enferma, cogió mi mano y solo me dijo, o pensé entenderle así, que debía, cuanto antes, volver al lugar donde todo empezó a pudrirse en mi corazón, en mi alma dolorida.  Que lo haga cuanto antes, pues de no ser así podía ir pensando en las flores que quería para mis exequias.

Al día siguiente, durmiendo en el piso de la habitación de estudiante de un alma caritativa que conocí en una juerga, decidí, luego de despertar de una terrible pesadilla, en la que la gitana era un ángel del Señor, en el cual a duras penas creía, quien me daba un ultimátum, vuelve, acláralo, soluciónalo o desaparece, siendo aniquilado por algo que se escaparía de mi control más temprano que tarde.
Llegué a la casa de mis abuelos, mi abuelo al verme, me saludó fríamente, a sabiendas de casi todos los detalles de mi caótica travesía por otros países, pensando que le llegaba, que un anciano como él ya no podía aguantar.

Mi abuela, por otro lado, un ser puro, de luz, ni bien me vio, me estrechó en sus brazos desde la silla de ruedas en la que se encontraba desde ya hacía un par de años.  Me abrazó y besó como si llegara un héroe, me dio la bendición, se quitó el escapulario que llevaba y me lo dio, diciendo que le pidiera a la Virgen del Carmen para que me cobije, y dé protección.  Esto último hizo que, y en raras ocasiones había sucedido en los últimos años, mi fe se reactivara y muy sentidamente fuese directo a la que iba a ser mi habitación y orara, a Dios Padre y a la Virgen María, por ayuda, tan solo con un Padre Nuestro y un Ave María, pero con el corazón encendido, con todo mi ser presto a librar la última batalla de la Gran Guerra que ya casi perdía.

Tomé la decisión de tomar al toro por las astas.  Tenía el teléfono de su casa memorizado, sus padres me reconocerían, debían acordarse de aquel casi niño adolescente que rendía tributo a su hija, quizás se compadecerían de este penitente y me dieran cualquier información que tanto a gradecería me brindaran de mi Unicornio Azul.

Me armé de valor, le pedí a mi abuelo que me prestara su teléfono para llamar a una amiga.  Con todo mi ser en ascuas, en posición de defensa ante el que pensaba yo sería otro golpe de humillación, marqué, número a número, sintiendo cómo me iba descomponiendo, mi voz, mi cuerpo, mi mente, mi alma, mi ser, mi chispa divina, mi parte del universo que era yo, aunque insignificante, toda la eternidad, mi eternidad, empezando a congelarse, temiendo llegar al cero absoluto, para así, de una vez por todas enfrentar mi destino… la desaparición.

Al identificarme, con nombre y apellido, grado de relación con mi amada, para pasar luego a preguntar directamente por su paradero, escuché, acto seguido a todo esto, cómo empezaba a sollozar incomprensiblemente la persona al otro lado de la línea.

“Soy su madre. ¿No sabías que tuvo un accidente y murió hace dos meses, exactamente el día de su cumpleaños?  El diez de diciembre del año pasado”.




Bruno Vagner





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