LA CONSTELACIÓN
El fugitivo no se detuvo hasta estar seguro de que nadie lo perseguía.
Su resuello, antes que su veloz carrera, espantaba a las iguanas y los chilalos
recién despiertos. La campiña lentamente se desperezaba. Atrás quedó el centro
ceremonial hecho de adobe, así como la tensa espera, la noche en zozobra. Los
otros cuatro cautivos, a esta hora, ya serían alimento para los zopilotes.
La pirámide trunca, bajo el amparo de la deidad luminiscente, se podía
divisar a la legua. Los prisioneros permanecen en la habitación frente al altar
de los grandes sacrificios. Murales de pulpos con cabeza de serpiente y
cangrejos terroríficos hacían más siniestro el cautiverio. El cactus sagrado y
la incardinada sincronía del ritual elevarían a la sacerdotisa hacia el mar de
arriba. Los dioses estelares harían su aparición finalmente, tal como estaba
vaticinado en el rito inmemorial. El reino recuperaría su antiguo esplendor,
deslucido por años de mala siembra e inundaciones.
La mañana anterior al ataque los ancianos de la aldea se habían reunido
para discutir sobre las técnicas de cultivo. Las mujeres se dedicaban a sus
labores de tejido textil. Los niños correteaban libremente cerca del bosque de
algarrobos. De vez en cuando, un jañape[1] se
les atravesaba en sus carreras. Ella había llegado, junto con sus abuelos,
procedente del poblado contiguo, de hábiles artesanos, a intercambiar productos
hechos de paja y carrizo. Tuve suerte de
encontrarla en el cobertizo, al lado del corral colectivo de codornices y
patos, donde se hacía el trueque. Yo había desobedecido a mi madre, que me
había ordenado traer agua de la acequia y recolectar guayabas. Cuando sus
abuelos hacían la transacción con un aldeano, ella se acercó a mí pausadamente.
Extrajo rápidamente de su pequeño morral una pulsera tejida a mano y me la
extendió. Sus ojos se iluminaron como dos estrellas fugaces. Luego, regresó al
lado de sus abuelos. Yo retorné a cumplir el encargo de mi madre.
Encerrado con los otros, pensaba que jamás la volvería a ver tal como la
recordaba. Transcurrieron varios minutos y, al final, solo quedé yo con otro
muchacho casi de mi edad. Presionaba con ansiedad la pulsera de color fucsia
que ella me había obsequiado. Recordé súbitamente que de su bolsa se había
asomado la cabeza de un diminuto pacazo[2].
¿Cuál de los dos sería el primero en ser conducido al ara? Decidí que no iba a
estar dispuesto a seguir extendiendo la lenta agonía. Al otro muchacho parecía
no importarle. Estaba absorto en sus cavilaciones. Cuando entró el celador, me
incorporé automáticamente y le indiqué enfáticamente con la cabeza que me
sacara. Al dejar la habitación, me sentí aliviado y alcé distraídamente la
vista hacia Orión, al punto más luminoso. De esa dirección, surgió una luz
intermitente, la cual no correspondía a ninguna de las habituales inquilinas.
Nadie más se había percatado de ello. La luz se aproximaba inquietantemente y
en el templo empezaba a encaramarse una vívida agitación. La sacerdotisa empezó
a invocar al dios de la montaña. Ya nadie me prestaba atención y la luz ahora
se había convertido en un objeto tornasolado, con luces parpadeantes, como una
balsa de totora fosforescente. Fue cuando avizoré que no iba a ser inmolado.
Tenía primero que escabullirme del celador, bajar la rampa y atravesar
rápidamente el patio central hasta llegar a la entrada. Ya pensaría lo que
haría con el guardián del templo. El ambiente estaba conturbado por completo y
yo miraba mis pies descalzos. Se escuchó un zumbido, que se fue haciendo cada
vez más intenso, seguido de un gran estruendo. El resplandor ocurrió casi
simultáneamente y el desconcierto reinó. El celador, aterrorizado, se había
ovillado. Los guerreros que cuidaban a la sacerdotisa se habían retraído,
desencajados. Fue el momento oportuno para huir. Cuando escapaba, me vinieron a
la memoria los largos paseos por la playa, cuya arena mojada acariciaba mis
pies descalzos. Mi abuelo me solía llevar desde los cuatro años para corregir
la anomalía en mis pies. Cuando atravesé precipitadamente el portal sin
resguardo, me vino a la mente su rostro sonriente. Era el mismo que tenía en mi
sueño de hace dos noches. El viejo estaba en la playa y acababa de pescar un
pez raya. Lucía radiante y me decía “encontrarás el camino”. Luego, me señalaba
el mar de arriba con dirección a Orión. Yo iba a preservar a toda costa la
tradición de mi pueblo. La copa del ritual no sería llenada esta vez y con los
sobrevivientes del feroz ataque trazaríamos una nueva historia, muy lejos del
bosque de algarrobos.
Márlet Ríos
[1]Lagartija pequeña de color plomizo.
[2] Reptil totalmente verdoso, parecido a
la iguana.
TRISTE DESENLACE
ANUNCIADO
Emociones
encontradas brotaron de mi corazón al recordarla, recordar su desprecio, dicho
así, tal cual.
No, no estaba listo, no por la edad
sino porque mi enorme sensibilidad en cuanto a este tipo de emociones, llámese
así al amor no correspondido, me hacían una indefensa víctima ante la desazón,
el daño casi mortal, que lleva el saberse un mequetrefe, una persona
insignificante para la mujer que por una
corazonada, un cúmulo de señales diversas, se pensó era la única, y no por un
breve espacio de tiempo, sino por mucho, infinitos años, pues para serles
sincero quería decirles que esto ya estaba superado. Puro engaño, autoengaño y demás postres. Seguía, y aún después de relatarles el último
capítulo de este melodrama, aunque ya más parece una tragedia griega, aunque
por momentos les parezca a algunos una ridiculez, una estúpida
malinterpretación de lo que es realmente el amor, yo me lo explico como una
suerte de, ya no sensibilidad, sino hipersensibilidad, así de enorme, la cual
viene siendo, y es, motivo de que mi vida se haya ido en caída libre. Todo por un sueño, de opio, según los
entendidos, a los cuales solo puedo decirles que se vayan muy lejos, pues, cada
uno es un rompecabezas tan difícil de armar, en orden de catalogar, y yo, creo,
soy un rompecabezas al cual le faltan piezas fundamentales, que aquella
vampiresa hurtó de las profundidades de mi inocente, ella también inocente pero
congénitamente una devoradora de hombres, quienes para muchos son seres
fuertes, casi superhombres, pero esto es solo superficial, una máscara, pues hurgando bien se llega a la única verdad
que explica el asunto, y es que estos guerreros se postran desarmados ante el
altar de la diosa a quien le rinden pleitesía y es difícil realmente explicar
por qué, pero es así de simple, los de esta estirpe se dejan vapulear, casi
destrozar por el amor.
Luego de muchos años de autoexilio por
tres países distintos, de haber pasado de estudiante pobre, a proletario, a
empleado, a casi mendigo, a parrandero bohemio por despecho, adicto a distintas
sustancias, pues volvía a Lima, no derrotado como muchos pensaban por el
pequeño detalle de no tener ni para el taxi que me llevase a la casa de mis
abuelos (mis únicos parientes cercanos que quedaban en mi ciudad que pudieran
darme alojamiento), y no tener por más pertenencias que una pequeña maleta con
ropa vieja y cuatro cuadernos con poemas y cuentos, que había yendo componiendo
y relatando durante mi travesía en ultramares.
No, no era un buen creador, ni de poemas ni de cuentos, pero poco me
importaba lo que algunos de los llamados entendidos en el asunto opinaban de mi
creación literaria; el redactar, el releer mis escritos, junto a cierto tipo de
música y el café y los cigarrillos, fueron mis más grandes compañeros durante
mis años más solitarios en el extranjero.
No, no tuve ni tengo amigos ya, solo limosnas de afecto de familiares
cercanos, pues fui prescindiendo de vínculos amicales por tedio, por
incomprensión, para luego, y así de claro lo digo, por sentirme nulamente
comprendido por los que buenamente trataron de acercarse a este ser defectuoso,
uno de los accidentes más lacrimosamente parecido a película trágica hindú.
Y así, nadie fue a recibirme al
aeropuerto el día de mi llegada, algo tan triste como que nadie te despidiese
en tu partida (cosa que me sucedió), a pesar de que al dejar la última ciudad
en la que me encontraba, en Europa, nevaba, y, para remate, el primer tramo de
mi viaje lo hice en tren, desde una estación tipo película en blanco y negro,
donde solo faltaron lágrimas de un ser querido, o como un restaurante vacío a
la hora de la comida.
Tenía, por indicación de mis padres,
que tomar un taxi, que mi abuelo pagaría a mi llegada a su casa, y tenía que
buscar qué haría en mi ciudad, nada de vagancias, fue la advertencia principal
de mis progenitores, a trabajar o a trabajar, no querían oír que, nuevamente,
había encontrado mi vocación y que quería estudiar Astrofísica o Historia del
Arte, nada, por las puras, ya estaban más que cansados de salvarme el pellejo
cada vez que quedaba casi en la calle por mi inestabilidad, por mi ser voluble,
impredecible, que tantas veces rogara porque le lanzaran el salvavidas que lo
salve del naufragio, del zozobrante futuro que ya casi era lo único que se veía
venir.
Pero esta vez sí había motivo para el
cambio geográfico, y fue debido a casi una epifanía que tuve, luego de que en
la última ciudad europea donde residí, antes de tomar la decisión de volver a
mi patria, una gitana, una noche de luna llena, exactamente hacía dos meses
atrás, el día diez de diciembre del año anterior a mi regreso, por los
alrededores de la catedral de dicha ciudad, me leyera la mano, pensé que solo
por lástima, ya que andaba borracho y más pelado que cualquier indigente con
algo de dignidad, buscando colillas en el suelo, hambriento, con frío, en esa
despejada y gélida noche invernal.
La gitana al ver, quizás tuviera
también ese don, que mi alma borracha de vino barato era más triste que
cualquiera y cada uno de los árboles de Navidad muertos, luego de haber sido
utilizados con fines de diversión y consumismo, malinterpretando su real
significado, del mundo. Y esto describe
casi con exactitud lo que era yo, un ser utilizado por otro, por tenerme de souvenir, como un trofeo de caza, un
animal fantástico cuya cabeza no servía ni como objeto ornamental.
Luego de que dicha gitana, brevemente,
me dijera, antes de tomar mi mano, que en mis ojos se veía mucho dolor, un alma
enferma, cogió mi mano y solo me dijo, o pensé entenderle así, que debía,
cuanto antes, volver al lugar donde todo empezó a pudrirse en mi corazón, en mi
alma dolorida. Que lo haga cuanto antes,
pues de no ser así podía ir pensando en las flores que quería para mis
exequias.
Al día siguiente, durmiendo en el piso
de la habitación de estudiante de un alma caritativa que conocí en una juerga,
decidí, luego de despertar de una terrible pesadilla, en la que la gitana era
un ángel del Señor, en el cual a duras penas creía, quien me daba un ultimátum,
vuelve, acláralo, soluciónalo o desaparece, siendo aniquilado por algo que se
escaparía de mi control más temprano que tarde.
Llegué a la casa de mis abuelos, mi abuelo
al verme, me saludó fríamente, a sabiendas de casi todos los detalles de mi
caótica travesía por otros países, pensando que le llegaba, que un anciano como
él ya no podía aguantar.
Mi abuela, por otro lado, un ser puro,
de luz, ni bien me vio, me estrechó en sus brazos desde la silla de ruedas en
la que se encontraba desde ya hacía un par de años. Me abrazó y besó como si llegara un héroe, me
dio la bendición, se quitó el escapulario que llevaba y me lo dio, diciendo que
le pidiera a la Virgen del Carmen para que me cobije, y dé protección. Esto último hizo que, y en raras ocasiones
había sucedido en los últimos años, mi fe se reactivara y muy sentidamente
fuese directo a la que iba a ser mi habitación y orara, a Dios Padre y a la
Virgen María, por ayuda, tan solo con un Padre Nuestro y un Ave María, pero con
el corazón encendido, con todo mi ser presto a librar la última batalla de la
Gran Guerra que ya casi perdía.
Tomé la decisión de tomar al toro por
las astas. Tenía el teléfono de su casa
memorizado, sus padres me reconocerían, debían acordarse de aquel casi niño
adolescente que rendía tributo a su hija, quizás se compadecerían de este
penitente y me dieran cualquier información que tanto a gradecería me brindaran
de mi Unicornio Azul.
Me armé de valor, le pedí a mi abuelo
que me prestara su teléfono para llamar a una amiga. Con todo mi ser en ascuas, en posición de
defensa ante el que pensaba yo sería otro golpe de humillación, marqué, número
a número, sintiendo cómo me iba descomponiendo, mi voz, mi cuerpo, mi mente, mi
alma, mi ser, mi chispa divina, mi parte del universo que era yo, aunque
insignificante, toda la eternidad, mi eternidad, empezando a congelarse,
temiendo llegar al cero absoluto, para así, de una vez por todas enfrentar mi destino…
la desaparición.
Al identificarme, con nombre y
apellido, grado de relación con mi amada, para pasar luego a preguntar
directamente por su paradero, escuché, acto seguido a todo esto, cómo empezaba
a sollozar incomprensiblemente la persona al otro lado de la línea.
“Soy su madre. ¿No sabías que tuvo un
accidente y murió hace dos meses, exactamente el día de su cumpleaños? El diez de diciembre del año pasado”.
Bruno Vagner