Yachaq grafiti

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sábado, 13 de febrero de 2021

Sarina Helfgott

 

La poesía escrita por mujeres en el Perú a lo largo del siglo XX no ha sido debidamente valorada por los críticos oficiales. Razones extraliterarias de índole sociológica, que se condicen con tendencias inmanentes a un orden simbólico estático y jerárquico, pueden explicar esta desvalorización (argollas, sectarismo, etc.). De otra manera, no podemos entender cómo voces extraordinarias como Sarina Helfgott, Carmen Luz Bejarano, Yolanda Westphalen, Rosa Carbonel, entre otras, sigan siendo totalmente desconocidas para las últimas generaciones, mientras poetas “mediáticos” y cuasi atrabiliarios de la generación del 68 (v. gr. Pimentel, Cisneros, Hernández, etc.) han sido incorporados definitivamente en el canon literario y han sido elevados unilateralmente a la categoría de ídolos totémicos por muchos jóvenes de clase media y poetastros inclinados a la parafernalia y la pose de baratillo.

Valga este triste recordatorio para rendirle un homenaje póstumo a una extraordinaria escritora, nacida en Chiclayo en 1928 y fallecida el año pasado (2020). Autora de dos libros clave de la poesía peruana del último cuarto del siglo XX: Libro de los muertos (1962) y Ese vasto resplandor (1973). Fue además una dramaturga destacada: La Jaula (Premio de Teatro de 1965), Intermedio, Carta de Pierrot, La Señorita Canario, Antígona, etc.

Aunque los críticos oficiales y los académicos peruanos le negaron un lugar en varias antologías de literatura peruana (salvo honrosas excepciones), Sarina Helfgott fue compiladora de un libro de poetas peruanas, que hoy en día constituye una auténtica rara avis: Poesía (1959).


 





TUS OJOS

 

Ya nunca podré olvidar tus ojos,

tus ojos detrás de la alambrada.

 

Ya nunca podré olvidar su resplandor,

ese aullido

horadando la afelpada oreja de la noche.

 

Ojos lívidos, ojos de náufrago, faros

macilentos en medio del banquete.

 

Y mientras tú ahí estabas,

testigo.

Y mientras tú ahí estabas ardiendo

los ojos puestos en el cielo de alambre,

ellos, tus ojos, alguna vez fugáronse

lejos en las doradas alas del duende,

reclinábanse con suavidad

sobre el color de las cosas: aprehendían

cantos rodados, amapolas ancianas, coleópteros,

edades y signos y juegos de la mañana.

Abrían huertos y relojes graves, antes.

 

Ya nunca podré olvidar tus ojos, tus ojos

alimentados con la luz de las cloacas:

ojos despojados, ojos flacos.

 

(Ya nunca podré olvidar la mirada del cautivo,

esa mirada como lengua de perro del cautivo).

 

Pues ahí con tus podridos ojos,

con tus ojos como olivos babosos mirabas,

mirabas crecer el río inmóvil de la muerte,

el charol de su bota sobre el rubio

pie de la guardia; mirabas

–porque con algo tenías que jugar–

fúlgidos insectos estallando

en el casco del verdugo.

 

Y mientras tú ahí estabas,

casi vivo,

mamá enterraba mis piernas en la arena tibia,

mamá ponía frutas y cuadernos, el mundo

en el cuenco de mi mano.

 

Y tú, con tus ojos, ¿qué tenías?

Y tú, ¿qué tocabas? ¿Qué veías? ¡Horrores!

Fornicaciones espesas, muerte más

muerte, oraciones, hambres; salmos

que ascendían pesados como el humo

de la gran chimenea.

 

Oh, el crimen con su olor a durazno indefinido;

con su olor a quejido,

con su olor a asfixia y hueso,

con su olor a despertar de huérfano;

con ese raro, puntual olor a

“mañana te toca a ti”.

 

Ya nunca podré olvidar tus ojos,

tus ojos andrajosos,

humillados tus ojos,

 

ojos

que ya no sirven para nada,

que ya no sirven para coger el vuelo

de las gaviotas. Tus ojos

que ya no sirven

para buscar rosados moluscos

antes del almuerzo.

 

Ya nunca podré olvidar,

olvidar tus ojos de santo contando

ladillas en el vientre de la niña

oxidada, casi tu hermana,

amarilla.

 

Y la anciana, ¿recuerdas?, la avara,

la que guardaba su mendrugo de ayer

pegado a los calzones. Ismael, el ciego,

que colgóse con la cuerda que encontraste

para inventar un juego de tu edad

mientras todos, todos fingían dormir

con un solo, espantoso ojo.

Y el perro del hortelano, con el que solías ir

al montón de huesos y silencio

para ver si se habían olvidado de quitarle

su zapato al muerto, su tricota

a la maestra húmeda. También

él, el pobre, el perro, tu compañero

de pulgas, también él, al crematorio… Perfecto

un sábado sagrado.

 

Ya nunca podré olvidar tus ojos,

tus ojos que no tienen cuándo acabarse,

que no tienen cuándo quedarse en paz,

cerrados.

 

De Libro de los muertos (1962)