La poesía escrita por mujeres en el Perú a lo largo del siglo
XX no ha sido debidamente valorada por los críticos oficiales. Razones
extraliterarias de índole sociológica, que se condicen con tendencias
inmanentes a un orden simbólico estático y jerárquico, pueden explicar esta
desvalorización (argollas, sectarismo, etc.). De otra manera, no podemos
entender cómo voces extraordinarias como Sarina Helfgott, Carmen Luz Bejarano,
Yolanda Westphalen, Rosa Carbonel, entre otras, sigan siendo totalmente
desconocidas para las últimas generaciones, mientras poetas “mediáticos” y
cuasi atrabiliarios de la generación del 68 (v. gr. Pimentel, Cisneros,
Hernández, etc.) han sido incorporados definitivamente en el canon literario y
han sido elevados unilateralmente a la categoría de ídolos totémicos por muchos
jóvenes de clase media y poetastros inclinados a la parafernalia y la pose de
baratillo.
Valga este triste recordatorio para rendirle un homenaje póstumo
a una extraordinaria escritora, nacida en Chiclayo en 1928 y fallecida el año
pasado (2020). Autora de dos libros clave de la poesía peruana del último cuarto del
siglo XX: Libro de los muertos (1962)
y Ese vasto resplandor (1973). Fue
además una dramaturga destacada: La Jaula
(Premio de Teatro de 1965), Intermedio,
Carta de Pierrot, La Señorita Canario, Antígona, etc.
Aunque los críticos oficiales y los académicos peruanos le
negaron un lugar en varias antologías de literatura peruana (salvo honrosas
excepciones), Sarina Helfgott fue compiladora de un libro de poetas peruanas,
que hoy en día constituye una auténtica rara
avis: Poesía (1959).
TUS OJOS
Ya nunca
podré olvidar tus ojos,
tus ojos
detrás de la alambrada.
Ya nunca
podré olvidar su resplandor,
ese aullido
horadando la
afelpada oreja de la noche.
Ojos
lívidos, ojos de náufrago, faros
macilentos
en medio del banquete.
Y mientras
tú ahí estabas,
testigo.
Y mientras
tú ahí estabas ardiendo
los ojos
puestos en el cielo de alambre,
ellos, tus
ojos, alguna vez fugáronse
lejos en las
doradas alas del duende,
reclinábanse
con suavidad
sobre el
color de las cosas: aprehendían
cantos
rodados, amapolas ancianas, coleópteros,
edades y
signos y juegos de la mañana.
Abrían
huertos y relojes graves, antes.
Ya nunca
podré olvidar tus ojos, tus ojos
alimentados
con la luz de las cloacas:
ojos
despojados, ojos flacos.
(Ya nunca
podré olvidar la mirada del cautivo,
esa mirada
como lengua de perro del cautivo).
Pues ahí con
tus podridos ojos,
con tus ojos
como olivos babosos mirabas,
mirabas
crecer el río inmóvil de la muerte,
el charol de
su bota sobre el rubio
pie de la
guardia; mirabas
–porque con
algo tenías que jugar–
fúlgidos
insectos estallando
en el casco
del verdugo.
Y mientras
tú ahí estabas,
casi vivo,
mamá
enterraba mis piernas en la arena tibia,
mamá ponía
frutas y cuadernos, el mundo
en el cuenco
de mi mano.
Y tú, con
tus ojos, ¿qué tenías?
Y tú, ¿qué
tocabas? ¿Qué veías? ¡Horrores!
Fornicaciones
espesas, muerte más
muerte,
oraciones, hambres; salmos
que
ascendían pesados como el humo
de la gran
chimenea.
Oh, el
crimen con su olor a durazno indefinido;
con su olor
a quejido,
con su olor
a asfixia y hueso,
con su olor
a despertar de huérfano;
con ese
raro, puntual olor a
“mañana te
toca a ti”.
Ya nunca
podré olvidar tus ojos,
tus ojos
andrajosos,
humillados
tus ojos,
ojos
que ya no sirven
para nada,
que ya no
sirven para coger el vuelo
de las
gaviotas. Tus ojos
que ya no
sirven
para buscar
rosados moluscos
antes del
almuerzo.
Ya nunca
podré olvidar,
olvidar tus
ojos de santo contando
ladillas en
el vientre de la niña
oxidada,
casi tu hermana,
amarilla.
Y la
anciana, ¿recuerdas?, la avara,
la que guardaba
su mendrugo de ayer
pegado a los
calzones. Ismael, el ciego,
que colgóse
con la cuerda que encontraste
para inventar
un juego de tu edad
mientras todos,
todos fingían dormir
con un solo,
espantoso ojo.
Y el perro
del hortelano, con el que solías ir
al montón de
huesos y silencio
para ver si
se habían olvidado de quitarle
su zapato al
muerto, su tricota
a la maestra
húmeda. También
él, el
pobre, el perro, tu compañero
de pulgas,
también él, al crematorio… Perfecto
un sábado
sagrado.
Ya nunca
podré olvidar tus ojos,
tus ojos que
no tienen cuándo acabarse,
que no
tienen cuándo quedarse en paz,
cerrados.
De Libro de los
muertos (1962)